domingo, 21 de noviembre de 2021

Record Guinness para un País de Orquestas. Autor: Alexander Lugo




La Música es la poesía del aire

Jean Paul Richter


Un Núcleo es la unidad académica y social donde comienza toda la aventura del saber y hacer musical de “El Sistema”. Los cuarenta y seis años de historia y más de un millón de almas vibrando al son de las musas poéticas del aire, (Richter) tienen su génesis y base en esos núcleos, desperdigados en mucho más de cuatrocientos centros de formación de gran hervidero musical, en todas la ciudades y poblaciones de la ancha Venezuela.

En uno de esos verdaderos seminarios de mística consagración al vivir y soñar la música, iniciamos nuestra formación musical, desde la temprana adolescencia hemos sentido la evolución de esta gran aventura de casi medio siglo de vida que ha dado tanto por la cultura y por un mejor vivir de tanto niños y jóvenes.

Desde allí nos sorprendió el osado comunicado convocando a embarcarnos una vez más, en una alucinante aventura musical, esta vez la de batir un record mundial, reuniendo a miles de músicos tocando un fabuloso e inédito concierto, que rebasaría todo lo hecho en la historia musical del orbe.

Sólo el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela podía hacerlo, aquella inaudita aventura iniciada por un joven de 36 años en febrero de 1975, y que ha llenado el país de orquestas y coros y regado el suelo fértil de su patria de sonidos, de conciertos y de sueños. José Antonio Abreu sigue haciendo milagros desde su inmortalidad. ¡Bravo Maestro, ahora es que nos das ejemplos y despliegas tu sublime magia!

Y en su honor se organizó el gran evento. La planificación, que se inicia con la escogencia del repertorio que cumpla con las exigencias de la organización que avalaría el Record Guinness, una obra sinfónica de no menos de cinco minutos de duración, ejecutada simultáneamente y en un mismo espacio por músicos profesionalmente formados, dirigidos por un director de méritos suficientes y sin interrupciones.  La obra escogida fue, la ya famosa en toda Venezuela, “Marcha Eslava” en Si bemol menor, Op. 31 de Piotr Ilich Tchaikovsky, estrenada en Moscú el 17 de noviembre de 1876. A esta obra original del gran compositor ruso se fueron agregando con el correr de los días y en apresurado desarrollo, un conjunto de piezas que aunque no fueran requisitos para alcanzar el record, completarían un verdadero programa de conciertos: El Himno Nacional de Venezuela, El Te Deum, El Merengue del Primer Dedo, El Chamambo, El Aleluya, Venezuela y El Alma llanera. Estas tres últimas con la participación de los Programas Académicos Corales y “Alma Llanera”. Conformando en total más de doce mil músicos en escena.

Para la medición del record por parte de los técnicos de la organización del Guinness se sumaron más de trescientos supervisores y testigos del concierto, se computaron en efectividad tocando "La Marcha Eslava” 8.573 músicos, bajo la conducción del joven maestro Andrés David Ascanio Abreu. Todo un logro, una experiencia inolvidable para esa multitud de almas vibrantes que tuvimos el privilegio de sentarnos con la mayor emoción y orgullo a hacer historia una vez más en este noble país. 

Desde el Núcleo Los Rosales, uno pequeñito y muy nuevo de los Centro académicos, asistimos un contingente de cien personas, entre músicos, profesores, personal administrativo y representantes en funciones de supervisores. La emoción en las caras de los niños me las llevo como el premio mayor a la constancia y sacrificio. Las palabras emocionadas de los padres y representantes, el entusiasmo de los profesores y personal del Núcleo nuestra mayor satisfacción. El Record Guinnes es para un país todo, cohesionado y sin fronteras ni diferencias ideológicas, que palpita al unísono por su futuro en las caras de esos niños llenas de ilusión y esperanzas.


Alexander Lugo Rodríguez

21 de noviembre de 2021








lunes, 15 de noviembre de 2021

LAS REMINISCENCIAS DE BILLO FRÓMETA 106 AÑOS DESPUÉS. Por Alexander Lugo

 


Si Venezuela se hundiera alguna vez

y quedaran los discos de La Billos flotando

se podría reconstruir el país

 

(Aquiles Nazoa)

 

 

Mencionar el nombre de Billo es referirse a un hombre-orquesta que fuera también un alucinado poeta enamorado de una ciudad, es evocar la imagen de un caballero dedicado al pobre propósito de asombrar con sombreros y con armonías. También es evocar la noción del arte musical como un juego selecto de emociones –a la manera del análisis Cartesiano, donde la Música tiene por misión: “Fascinar a los hombres y despertar en sus almas los más variados sentimientos”- y la del poeta y filósofo donde La Música produce un tipo de placer sin el que la naturaleza humana no puede vivir. Por ello es que nombrar a Billo supone evocar el fatigado crepúsculo de mediados del siglo siglo XX y esa articulada pompa de los salones del dancing o de la pantomima caribeña en el desfile de máscaras. Ninguna de estas evocaciones es falsa, pero todas corresponden a verdades parciales y contradicen, o descuidan, hechos notorios.

Billo fue una especie de simbolista, un gran cronista y sentimental bardo del imaginario popular de la urbe. Se destaca en sus temas la melancólica añoranza como en: “Epa Isidoro”, Caracas Vieja”, “Nuevo Circo” y sobre todo en “Sueño Caraqueño”: Han cambiado mi Caracas compañeros, poco a poco se me ha ido mi ciudad, la han llenado de bonitos rascacielos, y sus lindo techos rojos ya no están. Los pasteles de Tricás después de misa, el Pampán de Gradillas a Sociedad, los vermouth los domingos por la tarde, donde toda la cuerdita iba a bailar…

La métrica en Billo es espontánea, aunque cuadrada y predecible. No busca sorprender experimentando, se va por los caminos reales del sonido, no le preocupa que lo tilden de “gallego” o elemental en el swing. Si procura los juegos tímbricos de los roncos saxofones en antífonas con los metálicos brillos de trompetas y trombones. Diálogos recurrentes que aprecia y copia frugalmente de Pérez Prado. Los coros son otra cosa, especies de semi-montunos apaciguados y con mucha cadencia para el baile. Definitivamente para él, el bailador es lo principal y lo tiene presente siempre que se sienta al piano a componer o elaborar sus sabrosos arreglos. “Música pa’l bailador” podría perfectamente ser su lema. Y el público se lo agradece con fidelidad y devoción.

Tiene de su Santo Domingo inolvidable un apego al sonido caribeño lleno de nostalgias, esa predilección por las sordinas en las trompetas son reminiscencia de algo distante que se trajo prendado en la camisa, también hay una lejana tristeza en los coros a tres voces como en lamentación. Los solos de trombones y saxos son otra cosa, como diciendo yo siempre me supero a la adversidad, es un hombre que se supera diariamente a sí mismo y a su medio, muchas veces hostil.

La simplicidad de su técnica para la sección rítmica de la orquesta puede ser un argumento a favor de su grandeza como orquestador. Ante la impecable armonización y presencia de Luis Alfonso Larrain –su gran amigo- o la genialidad tímbrica y explosión rítmica de Aldemaro –su gran antagonista- Billo se mantiene, guapachoso, alegre y fiestero, con su estilo ya un poco anacrónico pero sembrado en el gusto de los bailadores. En eso no tendrá rival, será el músico de la calle, de los templetes del carnaval, de los barrios bullangueros, pero también de los grandes salones y los círculos bonchones de la ciudad.

Una cosa especial será su música para la época de pascuas y despedida de año, “Cantares de Navidad” suena a una época de tan familiar festejo que se mete dentro de uno para entonar a coro: “La Billo Caracas pide al Dios del Cielo, que todos pasemos feliz año nuevo”. Y pueda “solear” Cheo García con su inconfundible brillo: “En las navidades canto con cariño para que se alegren todos mis amigos”. También en la alegría de esas fechas asoma sus melancólicas tristezas: “Navidad que vuelve, tradición del año, unos van alegres, y otros van llorando”.

Lo de “cronista de la ciudad” no es cuento, pero no solo de ese estremecedor amor que le significó su inefable Caracas, sino de buena parte del país. De la “Sultana del Ávila” nos inundará de sentidos cantos como: “Caracas vieja”, “Caracas siempre Caracas”, “Nuevo Circo”, “El Muerto de las Gradillas”, “El Amolador”, “Canto a Caracas”,… Y del interior: “Pa’ Maracaibo me voy”, “Valencia Señorial”, “Caminito de Guarenas”, “Pa’ Oriente me voy”. Pero siempre volviendo a su Caracas. Ese amor no ha tenido parangón en la música venezolana, tal vez en la poesía de Aquiles Nazoa se puede observar un amor tan grande como el Ávila que protege y corona la eterna ciudad de los indios Caracas.

Tanto énfasis hizo y dio por su segunda patria que la convirtió en primera y principal, y así le reclamó en un jocoso canto a otro gran compositor venezolano, cuando le imploró al maestro Torrealba, con su “Mensaje a Juan Vicente”: Vicente, Chico, compónmele algo a Caraca, un pasaje bien bonito con arpa cuatro y maracas. Que diga así: Caracas es lo más bonito que hay. Que diga así: Mi Cielo y después Caracas compay. Que diga así: Yo quiero ser caraqueño caray. Que diga así: Yo me quedo con Caracas…”.

Esa atribución, esa pertenencia tan suya, ese embeleso inaudito, esa entrega desaforada, ese amor a borbotones, muestra y demuestra el hábito de vincular el nombre de Billo a la noción de paisaje a pie de montaña, de un tranvía que hubo una vez, de unos techos rojos, de unos personajes que pasaron y quedaron, de tantas reminiscencias, de tanto cariño irresistible y constante.

 

Yo pienso que mi verdadera personalidad y mi verdadera orientación en la vida como hombre comenzó en Venezuela. (“Billo” Frómeta)

 

Alexander Lugo Rodríguez

15 de noviembre de 2021,

el día del cumpleaños número ciento seis

de Luis María “Billo” Frómeta.





sábado, 6 de noviembre de 2021

ALADOS SERAFINES EN LA MÚSICA DE LAMAS. Por Alexander Lugo Rodríguez

 



Breve mirada al mundo de vida de un genio

 

Desconocía de quién era esa música persistente que arañaba mi memoria y se colaba en mis vigilias en forma de pesadillas. Aparecía y se esfumaba sin cómo ni por qué. Junto con ella venían plañideros lamentos, negras carrozas y un andar pesaroso, lóbrego, lleno de hastío y rumores fantasmales, de gentes en tropel.

Pero en esas agrias texturas había algo más, algo que se elevaba como un disparo por los aires atolondrándonos, con ella volaba un espíritu de luz que gemía también en sus acordes y en sus cadencias, se sentía un llanto nítido en esa música que te ahogaba, ¡había un dolor, un desgarramiento!

La mayor parte de las obras maestras lo son de oscuridad, diría un alucinado Ramos Sucre, y allí, en ese rumor de quejumbrosos acordes, en el estirado aire Largo y doloroso del Motete, rondaba la pluma trémula y magistral de un ser iluminado, nacido hace casi dos siglos y medio, bautizado en la caraqueña parroquia de Altagracia con el nombre de Joseph de los Ángeles del Carmen.

A José Ángel, como lo llamarán desde niño, lo suponemos taciturno, melancólico y retraído, en una ciudad de castas y de colores, que privan por encima de cualquier otra cualidad; blancos, mestizos, pardos, mulatos, negros, indios. Saberse de ese primer grupo pero en el último escalafón: “blancos de orilla”, sin ningún bien de fortuna, blancos pobres, blancos sin derechos, blancos descamisados, en la cúspide de la castiza pirámide y en el fondo del grupo social, en el sedimento.

En su mundo interior desfilaban imágenes y tumultos que no entendía, pero que no dejaba que perturbaran su silencio monacal, dentro de él un sereno cataclismo de sonidos lo embriagaba. Al alma del tímido niño la cruzaban insondable rutas de centelladas esferas que sólo él transitaba, todo era música y solamente música. No era apatía por el mundo exterior, ni indolencia por los demás, sino una pura y embriagante fascinación por los tesoros insondables del sonido, un embeleso por las ondas vibrantes que sacudía al genio indiscutible y máximo representante del clasicismo musical venezolano. Como diría Ramos Sucre: Su imagen sedente escucha con los ojos bajos y sonríe con dulzura.

José Ángel Lamas, tendría 14 años cuando es nombrado voz principal (tiple) en el Coro de la Catedral de Caracas, su amigo Cayetano Carreño, un año mayor, ya se había ganado el puesto de organista en dicha Catedral. Siete años después, Cayetano ascendía al importante cargo de Maestro de Capilla y José Ángel es nombrado bajonista, y allí permanecerán los dos amigos a lo largo de sus vidas.

Comienza nuestro personaje a componer desde muy temprano en su corta vida, y mucho, como los genios de vida breve que intuyen su fugacidad terrenal, no se da sosiego y se dedica en cuerpo y alma para lo que está predestinado.  Al cumplir los 26 años, finaliza la obra que lo identificará hasta el sol de hoy y que se ha convertido en el modelo más acabado de todos los compositores de su generación, El Popule Meus. Aquel viejo y recurrente Motete que multiplicaban las sirenas de las carrozas fúnebres en el pueblo de mi infancia, y que tanto me desvelaba. En aquellas vigilias de mis largas noches, una música me inquietaba a la vez que me fascinaba.




En su recóndito universo preñado de músicas, amó Lamas la paz, y anheló la soledad en búsqueda de certezas, de una verdad, de una quimera lejana y triste que lo hechizaba. Sintiendo -como Ramos Sucre-, que: “La devoción y el estudio me ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano ni anhelo terrenal estorbarán las alas de mi meditación, que en la cima solemne del éxtasis descansarán del sostenido vuelo; y desde allí divisará mi espíritu el ambiguo deslumbramiento de la verdad inalcanzable”.

El Popule Meus devela un sendero de lo “por venir” en el mundo de la música. Escrito para cuarteto de cuerdas, oboes, cornos y coro a tres voces, es la obra cúspide de un periodo musical de formas preestablecidas en “perfecto equilibrio” y armonías consonantes. A partir de esta obra se incrementa su producción. Varias de ellas se conservan y llegan hasta nosotros, como salvadas de la inclemencia y el descuido, que incluso hizo estragos con sus restos mortales.

Ese año de 1801 será terrible para la ciudad de Caracas y para toda Venezuela, las revueltas e intentonas de autonomía del poder español, en ese mismo año se incrementan y van a desembocar en la guerra de independencia; y una gran sequía azota los campos y el hambre cundirá. Al año siguiente compone la obra En Premio a tus Virtudes. En la carátula de la partitura se puede leer: Compuesto por Don José Ángel Lamas, aficionado, en Caracas, año de 1802. Este “aficionado” a la composición musical ya había escrito la obra maestra de la colonia. Se casa el 01 de julio del mismo año con Doña Josefa María Sumosa y sigue componiendo con entrega y tocando el bajón en la Catedral.

Van pasando aceleradamente los violentos años y a nuestro compositor lo intuimos firme en su sagrada misión de trascender por la música, llega el decisivo 19 de abril de 1810, todos sus compañeros músicos, los más viejos, los más jóvenes, los célebres como los Carreño, los Landaeta, los Gallardo, los Meserón, y también los más bisoños, los debutantes, todos participan de una u otra manera en los determinantes eventos. Lamas ya había concluido su Misa en re; y nace su hija, María Josefa del Carmen, un 13 de mayo de 1810.

Podemos presumirlo entregado con pasión a su mundo interior, a sus impulsos creadores que lo reclaman: “En medio del hervor político, del entusiasmo de sus compañeros, el compositor se siente como aislado en su labor de artista. Nada exterior hace eco en sus oídos de músico. Oye hacia dentro, se escucha silenciosamente. Aquella música que brota de su ser canta al Dios que muere por él y por los demás hombres clavado en una cruz”, nos ilustra un inspirado musicólogo estudioso de su vida.

Hay un misterio en su consagración a la creación musical compulsiva, ni el acontecimiento personal de ser padre, ni los reclamos históricos de la patria, lo conmueven de su entrega total. Lo intuyo así: encendido y presintiendo que su vida se acorta. Viene a mi mente un Mozart moribundo, dando plazos a la enamorada muerte que lo reclama y que él elude y a la vez saluda y reverencia en su inmortal Réquiem.

El 15 de junio de 1813, en la ciudad de Trujillo, se proclama el Decreto de Guerra a Muerte. Llega el pavoroso y crucial año catorce, entra en escena el sanguinario José Tomás Boves. El 16 de julio entra el asturiano a la capital, y “no se veía un alma en las calles”. Pronto se inician los martirios y persecuciones en masa contra la población que ha quedado aterrada. Entre los pocos músicos presentes se encuentran Cayetano Carreño y su bajonista y gran amigo, José Ángel Lamas, imperturbables en sus oficios musicales. Nadie los tocó.

Así continuó Lamas hasta donde le alcanzaban las fuerzas, sumergido en su feudo la música, que no era de este mundo, abstraído de la vorágine que arrasaba todo a su alrededor. En ese mismo mes de julio, mientras la ciudad se anegaba en sangre, culmina la que sería su última obra conocida: el Ave Maris Stella en re menor (homónima de la de 1808 en mi bemol).

El 10 de diciembre de aquel doloroso 1814, falleció en Caracas, el más grande compositor de la época Colonial y principios de la República y uno de los más geniales de nuestros músicos, José Ángel Lamas, había nacido un 2 de agosto de 1775. Su llama se extinguió, como si se apagara ante tanto dolor.

Para aquel que parecía insensible y ajeno a todo cuanto sucedía, su espíritu de luz no soportó seguir viviendo entre tinieblas. Tenía 39 años. La misma edad de Chopín (1810-1849) al morir, un año más que Mendelssohn (1809-1847), dos años más que Juan Manuel Olivares (1760—1797), cuatro más que Mozart (1756-1791) y 8 años más que Schubert (1797-1828). Todos murieron antes de cumplir los 40 años, todos dejaron una fecunda y admirable obra musical.

José Ángel Lamas soñó desde niño con la música; compuso música a lo Divino, vivió en un recóndito universo lleno de música, y tal vez por eso, fue el más grande de su generación y la mayor gloria de Venezuela, en el mundo musical de entonces. Creó música para los Ángeles, para la Vida, para Dios, y esperó sereno el llamado de la muerte, seguro de haber entregado la luz de su espíritu.

Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio de consolación bajará del altar del encendido cielo. (José Antonio Ramos Sucre)

 

Alexander Lugo Rodríguez



Pópule Meus


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