sábado, 6 de noviembre de 2021

ALADOS SERAFINES EN LA MÚSICA DE LAMAS. Por Alexander Lugo Rodríguez

 



Breve mirada al mundo de vida de un genio

 

Desconocía de quién era esa música persistente que arañaba mi memoria y se colaba en mis vigilias en forma de pesadillas. Aparecía y se esfumaba sin cómo ni por qué. Junto con ella venían plañideros lamentos, negras carrozas y un andar pesaroso, lóbrego, lleno de hastío y rumores fantasmales, de gentes en tropel.

Pero en esas agrias texturas había algo más, algo que se elevaba como un disparo por los aires atolondrándonos, con ella volaba un espíritu de luz que gemía también en sus acordes y en sus cadencias, se sentía un llanto nítido en esa música que te ahogaba, ¡había un dolor, un desgarramiento!

La mayor parte de las obras maestras lo son de oscuridad, diría un alucinado Ramos Sucre, y allí, en ese rumor de quejumbrosos acordes, en el estirado aire Largo y doloroso del Motete, rondaba la pluma trémula y magistral de un ser iluminado, nacido hace casi dos siglos y medio, bautizado en la caraqueña parroquia de Altagracia con el nombre de Joseph de los Ángeles del Carmen.

A José Ángel, como lo llamarán desde niño, lo suponemos taciturno, melancólico y retraído, en una ciudad de castas y de colores, que privan por encima de cualquier otra cualidad; blancos, mestizos, pardos, mulatos, negros, indios. Saberse de ese primer grupo pero en el último escalafón: “blancos de orilla”, sin ningún bien de fortuna, blancos pobres, blancos sin derechos, blancos descamisados, en la cúspide de la castiza pirámide y en el fondo del grupo social, en el sedimento.

En su mundo interior desfilaban imágenes y tumultos que no entendía, pero que no dejaba que perturbaran su silencio monacal, dentro de él un sereno cataclismo de sonidos lo embriagaba. Al alma del tímido niño la cruzaban insondable rutas de centelladas esferas que sólo él transitaba, todo era música y solamente música. No era apatía por el mundo exterior, ni indolencia por los demás, sino una pura y embriagante fascinación por los tesoros insondables del sonido, un embeleso por las ondas vibrantes que sacudía al genio indiscutible y máximo representante del clasicismo musical venezolano. Como diría Ramos Sucre: Su imagen sedente escucha con los ojos bajos y sonríe con dulzura.

José Ángel Lamas, tendría 14 años cuando es nombrado voz principal (tiple) en el Coro de la Catedral de Caracas, su amigo Cayetano Carreño, un año mayor, ya se había ganado el puesto de organista en dicha Catedral. Siete años después, Cayetano ascendía al importante cargo de Maestro de Capilla y José Ángel es nombrado bajonista, y allí permanecerán los dos amigos a lo largo de sus vidas.

Comienza nuestro personaje a componer desde muy temprano en su corta vida, y mucho, como los genios de vida breve que intuyen su fugacidad terrenal, no se da sosiego y se dedica en cuerpo y alma para lo que está predestinado.  Al cumplir los 26 años, finaliza la obra que lo identificará hasta el sol de hoy y que se ha convertido en el modelo más acabado de todos los compositores de su generación, El Popule Meus. Aquel viejo y recurrente Motete que multiplicaban las sirenas de las carrozas fúnebres en el pueblo de mi infancia, y que tanto me desvelaba. En aquellas vigilias de mis largas noches, una música me inquietaba a la vez que me fascinaba.




En su recóndito universo preñado de músicas, amó Lamas la paz, y anheló la soledad en búsqueda de certezas, de una verdad, de una quimera lejana y triste que lo hechizaba. Sintiendo -como Ramos Sucre-, que: “La devoción y el estudio me ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano ni anhelo terrenal estorbarán las alas de mi meditación, que en la cima solemne del éxtasis descansarán del sostenido vuelo; y desde allí divisará mi espíritu el ambiguo deslumbramiento de la verdad inalcanzable”.

El Popule Meus devela un sendero de lo “por venir” en el mundo de la música. Escrito para cuarteto de cuerdas, oboes, cornos y coro a tres voces, es la obra cúspide de un periodo musical de formas preestablecidas en “perfecto equilibrio” y armonías consonantes. A partir de esta obra se incrementa su producción. Varias de ellas se conservan y llegan hasta nosotros, como salvadas de la inclemencia y el descuido, que incluso hizo estragos con sus restos mortales.

Ese año de 1801 será terrible para la ciudad de Caracas y para toda Venezuela, las revueltas e intentonas de autonomía del poder español, en ese mismo año se incrementan y van a desembocar en la guerra de independencia; y una gran sequía azota los campos y el hambre cundirá. Al año siguiente compone la obra En Premio a tus Virtudes. En la carátula de la partitura se puede leer: Compuesto por Don José Ángel Lamas, aficionado, en Caracas, año de 1802. Este “aficionado” a la composición musical ya había escrito la obra maestra de la colonia. Se casa el 01 de julio del mismo año con Doña Josefa María Sumosa y sigue componiendo con entrega y tocando el bajón en la Catedral.

Van pasando aceleradamente los violentos años y a nuestro compositor lo intuimos firme en su sagrada misión de trascender por la música, llega el decisivo 19 de abril de 1810, todos sus compañeros músicos, los más viejos, los más jóvenes, los célebres como los Carreño, los Landaeta, los Gallardo, los Meserón, y también los más bisoños, los debutantes, todos participan de una u otra manera en los determinantes eventos. Lamas ya había concluido su Misa en re; y nace su hija, María Josefa del Carmen, un 13 de mayo de 1810.

Podemos presumirlo entregado con pasión a su mundo interior, a sus impulsos creadores que lo reclaman: “En medio del hervor político, del entusiasmo de sus compañeros, el compositor se siente como aislado en su labor de artista. Nada exterior hace eco en sus oídos de músico. Oye hacia dentro, se escucha silenciosamente. Aquella música que brota de su ser canta al Dios que muere por él y por los demás hombres clavado en una cruz”, nos ilustra un inspirado musicólogo estudioso de su vida.

Hay un misterio en su consagración a la creación musical compulsiva, ni el acontecimiento personal de ser padre, ni los reclamos históricos de la patria, lo conmueven de su entrega total. Lo intuyo así: encendido y presintiendo que su vida se acorta. Viene a mi mente un Mozart moribundo, dando plazos a la enamorada muerte que lo reclama y que él elude y a la vez saluda y reverencia en su inmortal Réquiem.

El 15 de junio de 1813, en la ciudad de Trujillo, se proclama el Decreto de Guerra a Muerte. Llega el pavoroso y crucial año catorce, entra en escena el sanguinario José Tomás Boves. El 16 de julio entra el asturiano a la capital, y “no se veía un alma en las calles”. Pronto se inician los martirios y persecuciones en masa contra la población que ha quedado aterrada. Entre los pocos músicos presentes se encuentran Cayetano Carreño y su bajonista y gran amigo, José Ángel Lamas, imperturbables en sus oficios musicales. Nadie los tocó.

Así continuó Lamas hasta donde le alcanzaban las fuerzas, sumergido en su feudo la música, que no era de este mundo, abstraído de la vorágine que arrasaba todo a su alrededor. En ese mismo mes de julio, mientras la ciudad se anegaba en sangre, culmina la que sería su última obra conocida: el Ave Maris Stella en re menor (homónima de la de 1808 en mi bemol).

El 10 de diciembre de aquel doloroso 1814, falleció en Caracas, el más grande compositor de la época Colonial y principios de la República y uno de los más geniales de nuestros músicos, José Ángel Lamas, había nacido un 2 de agosto de 1775. Su llama se extinguió, como si se apagara ante tanto dolor.

Para aquel que parecía insensible y ajeno a todo cuanto sucedía, su espíritu de luz no soportó seguir viviendo entre tinieblas. Tenía 39 años. La misma edad de Chopín (1810-1849) al morir, un año más que Mendelssohn (1809-1847), dos años más que Juan Manuel Olivares (1760—1797), cuatro más que Mozart (1756-1791) y 8 años más que Schubert (1797-1828). Todos murieron antes de cumplir los 40 años, todos dejaron una fecunda y admirable obra musical.

José Ángel Lamas soñó desde niño con la música; compuso música a lo Divino, vivió en un recóndito universo lleno de música, y tal vez por eso, fue el más grande de su generación y la mayor gloria de Venezuela, en el mundo musical de entonces. Creó música para los Ángeles, para la Vida, para Dios, y esperó sereno el llamado de la muerte, seguro de haber entregado la luz de su espíritu.

Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio de consolación bajará del altar del encendido cielo. (José Antonio Ramos Sucre)

 

Alexander Lugo Rodríguez



Pópule Meus


1 comentario:

  1. Gracias profe por tan interesante y sensible reflexión acerca del gran José Angel Lamas. Tus escritos me motivan a seguir la búsqueda en el conocimiento de la música y de sus grandes exponentes, principalmente los nuestros.

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