La mayor parte de las obras maestras lo son de oscuridad,
diría un alucinado Ramos Sucre, y allí, en ese rumor de quejumbrosos acordes,
en el estirado aire Largo y doloroso
del Motete, rondaba la pluma trémula
y magistral de un ser iluminado, nacido hace casi dos siglos y medio, bautizado
en la caraqueña parroquia de Altagracia con el nombre de Joseph de los Ángeles
del Carmen.
A José Ángel, como lo llamarán desde
niño, lo suponemos taciturno, melancólico y retraído, en una ciudad de castas y
de colores, que privan por encima de cualquier otra cualidad; blancos,
mestizos, pardos, mulatos, negros, indios. Saberse de ese primer grupo pero en
el último escalafón: “blancos de orilla”, sin ningún bien de fortuna, blancos
pobres, blancos sin derechos, en la cúspide de la castiza pirámide y en el
fondo del grupo social, en el sedimento.
En su mundo interior desfilaban
imágenes y tumultos que no entendía, pero que no dejaba que perturbaran su
silencio monacal, dentro de él un sereno cataclismo de sonidos lo embriagaba.
Al alma del tímido niño la cruzaban insondable rutas de centelladas esferas que
sólo él transitaba, todo era música y solamente música.
José Ángel Lamas, tendría 14 años
cuando es nombrado voz principal (tiple) en el Coro de la Catedral de Caracas,
su amigo Cayetano Carreño, un año mayor, ya se había ganado el puesto de
organista en dicha Catedral. Siete años después, Cayetano ascendía al
importante cargo de Maestro de Capilla y José Ángel es nombrado bajonista, y allí permanecerán los dos
amigos a lo largo de sus vidas.
Comienza nuestro personaje a componer
desde muy temprano en su corta vida, y mucho, como los genios de vida breve que
intuyen su fugacidad terrenal, no se da sosiego y se dedica en cuerpo y alma
para lo que está predestinado. Al
cumplir los 26 años, finaliza la obra que lo identificará hasta el sol de hoy y
que se ha convertido en el modelo más acabado de todos los compositores de su
generación, El Popule Meus. Aquel
viejo y recurrente Motete que
multiplicaban las sirenas de las carrozas fúnebres en el pueblo de mi infancia,
y que tanto me desvelaba.
En su recóndito universo preñado de
músicas, amó Lamas la paz, y anheló la soledad en búsqueda de certezas, de una verdad,
de una quimera lejana y triste que lo hechizaba. Sintiendo -como Ramos Sucre-,
que: “La devoción y el estudio me
ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano
ni anhelo terrenal estorbarán las alas de mi meditación,”.
El Popule Meus devela un sendero de lo “por venir” en
el mundo de la música. Escrito para cuarteto de cuerdas, oboes, cornos y coro a
tres voces, es la obra cúspide de un periodo musical de formas preestablecidas
en “perfecto equilibrio” y armonías consonantes. A partir de esta obra se
incrementa su producción. Varias de ellas se conservan y llegan hasta nosotros,
como salvadas de la inclemencia y el descuido, que incluso hizo estragos con
sus restos mortales.
Van pasando aceleradamente los
violentos años y nuestro compositor se mantiene firme en su sagrada misión de
trascender por la música, llega el decisivo 19 de abril de 1810, todos sus
compañeros músicos participan de una u otra manera en los determinantes
eventos. Lamas ya había concluido su Misa
en re; y nace su hija, María Josefa del Carmen, un 13 de mayo de 1810.
Podemos presumirlo entregado con pasión
a su mundo interior, a sus impulsos creadores que lo reclaman: “En medio del
hervor político, del entusiasmo de sus compañeros, el compositor se siente como
aislado en su labor de artista. Nada exterior hace eco en sus oídos de músico.
Oye hacia dentro, se escucha silenciosamente. Aquella música que brota de su
ser canta al Dios que muere por él y por los demás hombres clavado en una
cruz”, nos ilustra un inspirado musicólogo estudioso de su vida.
Hay un misterio en su consagración a la
creación musical compulsiva, ni el acontecimiento personal de ser padre, ni los
reclamos históricos de la patria, lo conmueven de su entrega total. Lo intuimos
“encendido” y presintiendo que su vida se acorta.
Así continuó Lamas hasta donde le
alcanzaban las fuerzas, sumergido en su feudo la música, que no era de este
mundo, abstraído de la vorágine que lo arrasaba todo. Llega el mes de julio de
1814, mientras la ciudad se anegaba en sangre, culmina la que sería su última
obra conocida: el Ave Maris Stella en
re menor (homónima de la de 1808 en mi bemol).
El 10 de diciembre de aquel doloroso
1814, falleció en Caracas, el más grande compositor de la época Colonial y
principios de la República y uno de los más geniales de nuestros músicos, José
Ángel Lamas, había nacido un 2 de agosto de 1775. Su llama se extinguió, como
si se apagara ante tanto dolor.
Para aquel que parecía insensible y
ajeno a todo cuanto sucedía, su espíritu de luz no soportó seguir viviendo
entre tinieblas. Tenía 39 años.
José Ángel Lamas soñó desde niño con la
música; compuso música a lo Divino, vivió en un recóndito universo lleno de
música, y tal vez por eso, fue el más grande de su generación y la mayor gloria
de Venezuela, en el mundo musical de entonces.
Creó música para los Ángeles, para la
Vida, para Dios, y esperó sereno el llamado de la muerte, seguro de haber entregado
la luz de su espíritu:
Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme
junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará
por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio
de consolación bajará del altar del encendido cielo. (José
Antonio Ramos Sucre)
Alexander Lugo Rodríguez
(revisado el 2 de agosto de 2023)