miércoles, 2 de agosto de 2023

El Deslumbramiento Musical de José Ángel Lamas Por Alexander Lugo

 

 

La mayor parte de las obras maestras lo son de oscuridad, diría un alucinado Ramos Sucre, y allí, en ese rumor de quejumbrosos acordes, en el estirado aire Largo y doloroso del Motete, rondaba la pluma trémula y magistral de un ser iluminado, nacido hace casi dos siglos y medio, bautizado en la caraqueña parroquia de Altagracia con el nombre de Joseph de los Ángeles del Carmen.

 

A José Ángel, como lo llamarán desde niño, lo suponemos taciturno, melancólico y retraído, en una ciudad de castas y de colores, que privan por encima de cualquier otra cualidad; blancos, mestizos, pardos, mulatos, negros, indios. Saberse de ese primer grupo pero en el último escalafón: “blancos de orilla”, sin ningún bien de fortuna, blancos pobres, blancos sin derechos, en la cúspide de la castiza pirámide y en el fondo del grupo social, en el sedimento.

 

En su mundo interior desfilaban imágenes y tumultos que no entendía, pero que no dejaba que perturbaran su silencio monacal, dentro de él un sereno cataclismo de sonidos lo embriagaba. Al alma del tímido niño la cruzaban insondable rutas de centelladas esferas que sólo él transitaba, todo era música y solamente música.

 

José Ángel Lamas, tendría 14 años cuando es nombrado voz principal (tiple) en el Coro de la Catedral de Caracas, su amigo Cayetano Carreño, un año mayor, ya se había ganado el puesto de organista en dicha Catedral. Siete años después, Cayetano ascendía al importante cargo de Maestro de Capilla y José Ángel es nombrado bajonista, y allí permanecerán los dos amigos a lo largo de sus vidas.

 

Comienza nuestro personaje a componer desde muy temprano en su corta vida, y mucho, como los genios de vida breve que intuyen su fugacidad terrenal, no se da sosiego y se dedica en cuerpo y alma para lo que está predestinado.  Al cumplir los 26 años, finaliza la obra que lo identificará hasta el sol de hoy y que se ha convertido en el modelo más acabado de todos los compositores de su generación, El Popule Meus. Aquel viejo y recurrente Motete que multiplicaban las sirenas de las carrozas fúnebres en el pueblo de mi infancia, y que tanto me desvelaba.

 

En su recóndito universo preñado de músicas, amó Lamas la paz, y anheló la soledad en búsqueda de certezas, de una verdad, de una quimera lejana y triste que lo hechizaba. Sintiendo -como Ramos Sucre-, que: “La devoción y el estudio me ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano ni anhelo terrenal estorbarán las alas de mi meditación,”.

 

El Popule Meus devela un sendero de lo “por venir” en el mundo de la música. Escrito para cuarteto de cuerdas, oboes, cornos y coro a tres voces, es la obra cúspide de un periodo musical de formas preestablecidas en “perfecto equilibrio” y armonías consonantes. A partir de esta obra se incrementa su producción. Varias de ellas se conservan y llegan hasta nosotros, como salvadas de la inclemencia y el descuido, que incluso hizo estragos con sus restos mortales.

 

Van pasando aceleradamente los violentos años y nuestro compositor se mantiene firme en su sagrada misión de trascender por la música, llega el decisivo 19 de abril de 1810, todos sus compañeros músicos participan de una u otra manera en los determinantes eventos. Lamas ya había concluido su Misa en re; y nace su hija, María Josefa del Carmen, un 13 de mayo de 1810.

 

Podemos presumirlo entregado con pasión a su mundo interior, a sus impulsos creadores que lo reclaman: “En medio del hervor político, del entusiasmo de sus compañeros, el compositor se siente como aislado en su labor de artista. Nada exterior hace eco en sus oídos de músico. Oye hacia dentro, se escucha silenciosamente. Aquella música que brota de su ser canta al Dios que muere por él y por los demás hombres clavado en una cruz”, nos ilustra un inspirado musicólogo estudioso de su vida.

 

Hay un misterio en su consagración a la creación musical compulsiva, ni el acontecimiento personal de ser padre, ni los reclamos históricos de la patria, lo conmueven de su entrega total. Lo intuimos “encendido” y presintiendo que su vida se acorta.

 

Así continuó Lamas hasta donde le alcanzaban las fuerzas, sumergido en su feudo la música, que no era de este mundo, abstraído de la vorágine que lo arrasaba todo. Llega el mes de julio de 1814, mientras la ciudad se anegaba en sangre, culmina la que sería su última obra conocida: el Ave Maris Stella en re menor (homónima de la de 1808 en mi bemol).

 

El 10 de diciembre de aquel doloroso 1814, falleció en Caracas, el más grande compositor de la época Colonial y principios de la República y uno de los más geniales de nuestros músicos, José Ángel Lamas, había nacido un 2 de agosto de 1775. Su llama se extinguió, como si se apagara ante tanto dolor.

 

Para aquel que parecía insensible y ajeno a todo cuanto sucedía, su espíritu de luz no soportó seguir viviendo entre tinieblas. Tenía 39 años.

 

José Ángel Lamas soñó desde niño con la música; compuso música a lo Divino, vivió en un recóndito universo lleno de música, y tal vez por eso, fue el más grande de su generación y la mayor gloria de Venezuela, en el mundo musical de entonces.

 

Creó música para los Ángeles, para la Vida, para Dios, y esperó sereno el llamado de la muerte, seguro de haber entregado la luz de su espíritu:

 

Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio de consolación bajará del altar del encendido cielo. (José Antonio Ramos Sucre)

 

Alexander Lugo Rodríguez

(revisado el 2 de agosto de 2023)

 



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