Mil ochocientos noventa y tres. Terminaba el mes octavo, y cruzaba la
esquina también el violento siglo diecinueve. En una comarca de verdes montañas
y frescas ternuras nace un hombre hecho del espeso cedro y del terso añil de
sus amaneceres. Cuando Laudelino abre los ojos la música es ya una rutilante
estela en sus predios familiares.
Cuando contempla los pincelados cielos en el aquí y el allá de su
naturaleza, y en la geometría de sus amables colinas, natural es que se hiciera
músico, como nos describe uno de sus biógrafos: “Desde niño se acostumbró al
paisaje de la montaña, no por un sentido meramente contemplativo, ni por
romántica manía de soñador que se entretiene viendo las nubes, los cerros, los
pájaros, los árboles, sino por una fuerte inclinación temperamental hacia él,
deseoso de sentirlo, de vivirlo, de penetrarlo con su música”.
Su espíritu sensible enflora en el
bálsamo y el incienso del paisaje y se hará fiel intérprete de la montaña de
tanto aspirar el dulce aroma del frailejón, el hinojo, el saúco, la salvia, el
toronjil y los geranios. De las nubes blandas donde se aquerencia el cielo
alcanzará los bruñidos destellos de liricas y armonías que conforman sus
valses, género musical que ya reinaba en sus horas más brillantes.
En “Glosario a Laudelino”, un
inspirado cronista nos lo plasma de una forma tan onírica como esta: “Es la
identificación sentimental de los trujillanos, producto de la inmovilidad de
los sueños. Músico que veía notas en el cielo”. Su sentido de pertenencia con
el paisaje y la herencia musical de su entorno tiene visos de alegorías y
devoción como en “Mi infancia y mi Pueblo” –Evocación de Trujillo- de un
paisano y contemporáneo suyo, Mario Briceño-Iragorry.
A los pocos años de vida pierde a la inolvidable madre Juana Paula Mejías, temprano también
comienza su aprendizaje musical con su padre Aparicio Lugo, un distinguido
músico trujillano, con quien se inicia en el solfeo, armonía, composición y
clarinete, instrumento donde se destaca como atril principal y solista en
varias orquestas y bandas municipales. Luego se especializa con el presbítero
español Esteban Razquin, y más adelante con los maestros italianos Marcos
Bianchi y Leopoldo Martucci, terminaba la primera década del siglo veinte.
A los catorce años es nombrado subdirector de la banda Filarmónica, que dirigía Razquin y cinco años después lo sustituye como director. A los quince sale su primera composición: “Mi Primer Vals”. Luego vendrán: “Mirando al Lago”, “Buenas Noches”, “Murmullo”, “Déjame Soñar”, “Todo Está Igual, Como la Tarde Aquella”, “Silencio Corazón”. Obras sinfónicas como “Canto a mis Montañas”, “Alma de mi Pueblo”, y sus Poemas Sinfónicos. “Trujillo” y “Mirabel”. Su obra inmortal es el laureado vals “Conticinio”, versionado nacional e internacionalmente. Es considerado por muchos como “el mejor Valse Venezolano”. En total serán más de trecientas composiciones donde abordó casi todos los géneros musicales, con predilección por el valse.
La mayoría de sus composiciones son instrumentales. Debido al rápido éxito de Conticinio, título que refiere a la hora más quieta y silenciosa de la madrugada, se organiza un concurso para colocarle la letra, resultando ganador el poeta Egistio Delgado, de la población de Calderas –Barinas-. El escritor Israel Quijada, estudioso de la obra de Laudelino nos refiere: “Dicen que el Conticinio es un momento de la noche, cuando la madrugada se aproxima, en que todo parece aquietarse y sumergirse en el silencio absoluto. No es una hora específica, sino un momento en que la noche se hace profunda, que todo calla. Suena a silencio, a tranquilidad. Describe un momento especial, cuando todo parece dormido, cuando todo espera, cuando uno está consigo mismo”.
Como ha pasado con importantes y prolíficos compositores que son
conocidos por una sola obra a Laudelino Mejías, el gran impacto de Conticinio,
ha hecho que nos olvidemos de su amplia gama de obras de gran belleza y factura
técnica. Otro tanto ha sucedido con los autores de celebrados valses como: “El
Diablo Suelto” -Heraclio Fernández-, “Geranio” -Pedro Elías
Gutiérrez-, “Besos en Mis Sueños” -Augusto Brandt-, “Como Llora una Estrella”
-Antonio Carrillo-, “Dama Antañona” -Francisco de Paula Aguirre-,
“Adiós, a Ocumare” -Ángel Landaeta-, “Ansiedad” -Chelique Sarabia-, o “Anhelante”
-José “pollo” Sifontes-.
Al menos tres cosas hacen de Conticinio una gran composición.
Sus cuatro partes contrastantes armónicamente, a la manera de los “Valses
brillantes” de finales del siglo diecinueve, -en tonalidad mayor con modulación
a menor en el último tiempo-. Su hermosa y sentida melodía, con un registro y
alcance muy amplio, que lo hace difícil para cualquier cantante. Y por último
la hermosa letra del poeta Egistio Delgado. Una cuarta razón, y no menos
importante, lo constituye su metafórico título, “Conticinio”.
Laudelino falleció en Caracas el treinta de noviembre de mil
novecientos sesenta y tres, a la edad de setenta años.
Su obra “es un mensaje de la tierra, recogido en la quietud de una
madrugada luminosa de la montaña por las manos del Maestro”. Había nacido en la
capital de su estado Trujillo el 29 de agosto de 1892. En la hora más quieta de
la penumbra siempre nos vendrá la musa de sus cantos como un rumor lejano,
como una suave brisa de la montaña.
Alexander Lugo Rodríguez
29 de agosto de 2021
https://www.youtube.com/watch?v=qEpbQFzkGwE&ab_channel=JorgeJuarez
Conticinio por Ilan Chester
Excente!! como tus escritos. Felicitaciones🎶🌹
ResponderEliminarHermosisíma reseña. Felicitaciones
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