domingo, 13 de septiembre de 2020

AMO LA PAZ Y LA SOLEDAD Una breve mirada al mundo de vida de un genio


                                                                                       Autor: Alexander Lugo Rodríguez
 


Desconocía de quién era esa música persistente que arañaba mi memoria y se colaba en mis vigilias en forma de pesadillas. Aparecía y se esfumaba sin cómo ni por qué. Junto con ella venían plañideros lamentos, negras carrozas y un andar pesaroso, lóbrego, lleno de hastío y rumores fantasmales, de gentes en tropel.

Pero en esas agrias texturas había algo más, algo que se elevaba como un disparo por los aires atolondrándonos, con ella volaba un espíritu de luz que gemía también en sus acordes y en sus cadencias, se sentía un llanto nítido en esa música que te ahogaba, ¡había un dolor, un desgarramiento!

La mayor parte de las obras maestras lo son de oscuridad, diría un alucinado Ramos Sucre, y allí, en ese rumor de quejumbrosos acordes, en el estirado aire Largo y doloroso del Motete, rondaba la pluma trémula y magistral de un ser iluminado, nacido hace casi dos siglos y medio, bautizado en la caraqueña parroquia de Altagracia con el nombre de Joseph de los Ángeles del Carmen.

A José Ángel, como lo llamarán desde niño, lo suponemos taciturno, melancólico y retraído, en una ciudad de castas y de colores, que privan por encima de cualquier otra cualidad; blancos, mestizos, pardos, mulatos, negros, indios. Saberse de ese primer grupo pero en el último escalafón: “blancos de orilla”, sin ningún bien de fortuna, blancos pobres, blancos sin derechos, blancos descamisados, en la cúspide de la castiza pirámide y en el fondo del grupo social, en el sedimento.

En su mundo interior desfilaban imágenes y tumultos que no entendía, pero que no dejaba que perturbaran su silencio monacal, dentro de él un sereno cataclismo de sonidos lo embriagaba. Al alma del tímido niño la cruzaban insondable rutas de centelladas esferas que sólo él transitaba, todo era música y solamente música. No era apatía por el mundo exterior, ni indolencia por los demás, sino una pura y embriagante fascinación por los tesoros insondables del sonido, un embeleso por las ondas vibrantes que sacudía al genio indiscutible y máximo representante del clasicismo musical venezolano. Como diría Ramos Sucre: Su imagen sedente escucha con los ojos bajos y sonríe con dulzura.

José Ángel Lamas, tendría 14 años cuando es nombrado voz principal (tiple) en el Coro de la Catedral de Caracas, su amigo Cayetano Carreño, un año mayor, ya se había ganado el puesto de organista en dicha Catedral. Siete años después, Cayetano ascendía al importante cargo de Maestro de Capilla y José Ángel es nombrado bajonista, y allí permanecerán los dos amigos a lo largo de sus vidas.

El desempeño del joven Lamas como Tiple –voz aguda- durante tanto años y al arribar a una edad donde ya el hombre adulto destaca con su voz en cualquiera de los tres registros correspondientes: Tenor, Barítono o Bajo, demuestra su capacidad para el canto y sus extraordinarios dotes para impostar este alto registro exclusivo de las voces infantiles o “claras”, aun aprovechando la capacidad para hacerlo con el recurso del falsete. Otro gran músico destinado a ser inmortal compositor, Franz Schubert, cantó con voz de falsete hasta bien entrada la juventud, en su Viena natal.

En su oficio de cantor de la Catedral, tenía derecho Lamas, además de las clases de canto, a cursar violín y órgano. Instrumentos que dominó y en ocasiones ejecutaba públicamente. A los 21 años, y según consta en oficio, se le designó como “bajonista de la Capilla de Música de esta nuestra Cathedral”. El “bajón”, una especie de antecesor del fagote, instrumento de “caña” de los “vientos maderas”, se tocaba sin partituras y precisaba de un gran oído y destreza en la “variación musical”, dotes que siempre desplegó nuestro compositor. Con él se acompañaba ad libitum, el “canto llano” de las Misas.

Comienza nuestro personaje a componer desde muy temprano en su corta vida, y mucho, como los genios de vida breve que intuyen su fugacidad terrenal, no se da sosiego y se dedica en cuerpo y alma para lo que está predestinado.  Al cumplir los 26 años, finaliza la obra que lo identificará hasta el sol de hoy y que se ha convertido en el modelo más acabado de todos los compositores de su generación, El Popule Meus. Aquel viejo y recurrente Motete que multiplicaban las sirenas de las carrozas fúnebres en el pueblo de mi infancia, y que tanto me desvelaban. En aquellas vigilias de mis largas noches, una música me inquietaba a la vez que me fascinaba.

En su recóndito universo preñado de músicas, amó Lamas la paz, y anheló la soledad en búsqueda de certezas, de una verdad, de una quimera lejana y triste que lo hechizaba. Sintiendo -como Ramos Sucre-, que: “La devoción y el estudio me ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de modo que ni interés humano ni anhelo terrenal estorbarán las alas de mi meditación, que en la cima solemne del éxtasis descansarán del sostenido vuelo; y desde allí divisará mi espíritu el ambiguo deslumbramiento de la verdad inalcanzable”.

El Popule Meus devela un sendero de lo “por venir” en el mundo de la música. Escrito para cuarteto de cuerdas, oboes, cornos y coro a tres voces, es la obra cúspide de un periodo musical de formas preestablecidas en “perfecto equilibrio” y armonías consonantes. “Si escuchamos los acentos del El Popule Meus, que suponen una devoción profunda, un ardor místico como el que encendía los corazones de los ascetas y de los pintores angélicos”, nos dirá un musicólogo, del motete de Lamas. A partir de esta obra se incrementa su producción. Varias de ellas se conservan y llegan hasta nosotros, como salvadas de la inclemencia y el descuido, que incluso hizo estragos con sus restos mortales. En los manuscritos originales, se lee en letra cursiva: El Popule Meus –a tres vozes, dos violines, dos oboeses, dos trompas, viola y baxo.- compuesto por Don José Ángel Lamas. Caracas A. 1801.

Ese año de 1801 será terrible para la ciudad de Caracas y para toda Venezuela, las revueltas e intentonas de autonomía del poder español, en ese mismo año se incrementan y van a desembocar en la guerra de independencia; y una gran sequía azota los campos y el hambre cundirá. Al año siguiente compone la obra En Premio a tus Virtudes. En la carátula de la partitura se puede leer: Compuesto por Don José Ángel Lamas, aficionado, en Caracas, año de 1802. Este “aficionado” a la composición musical ya había escrito la obra maestra de la colonia. Se casa el 01 de julio del mismo año con Doña Josefa María Sumosa y sigue componiendo con entrega y tocando el bajón en la Catedral.

En muchas de sus obras no consta la fecha en que fueron compuestas; afortunadamente nos quedaron más de 40 extraordinarias composiciones como testimonios de la época y sobre todo de un talento poco común, en un período clásico de características insólitas y que ha sido catalogado por muchos estudiosos y cronistas como “Milagro Musical Venezolano”. 

Su Sepulto Domino fue compuesto en 1805. De 1808 es su Salve a tres voces, más adelante compuso su Ave Maris Stella en mi bemol, distinta de la obra del mismo nombre que compondrá más adelante. Nació por entonces su primer hijo, José Leonardo del Carmen, quien murió de corta edad, se desconocen los detalles.

Van pasando aceleradamente los violentos años y a nuestro compositor lo intuimos firme en su sagrada misión de trascender por la música, llega el decisivo 19 de abril de 1810, todos sus compañeros músicos, los más viejos, los más jóvenes, los célebres como los Carreño, los Landaeta, los Gallardo, los Meserón, y también los más bisoños, los debutantes, todos participan de una u otra manera en los determinantes eventos. Lamas ya había concluido su Misa en re; y nace su hija, María Josefa del Carmen, un 13 de mayo de 1810.

Podemos presumirlo entregado con pasión a su mundo interior, a sus impulsos creadores que lo reclaman: “En medio del hervor político, del entusiasmo de sus compañeros, el compositor se siente como aislado en su labor de artista. Nada exterior hace eco en sus oídos de músico. Oye hacia dentro, se escucha silenciosamente. Aquella música que brota de su ser canta al Dios que muere por él y por los demás hombres clavado en una cruz”, nos ilustra un inspirado musicólogo estudioso de su vida.

Hay un misterio en su consagración a la creación musical compulsiva, ni el acontecimiento personal de ser padre, ni los reclamos históricos de la patria, lo conmueven de su entrega total. Lo intuyo así: encendido y presintiendo que su vida se acorta. Como un San Pablo se irá consumiendo poco a poco, en su intenso dar luz se irá apagando. Viene a mi mente un Mozart, moribundo, dando plazos a la enamorada muerte que lo reclama y que él elude y a la vez saluda y reverencia en su inmortal Réquiem.

Otra vez Ramos Sucre puede explicarlo: “Yo opondré al vario curso del tiempo la serenidad de la esfinge ante el mar de las arenas africanas. No sacudirán mi equilibrio los días esplendidos de sol, que comunican su ventura de donceles rubios y festivos, ni los opacos días de lluvia que ostentan la ceniza de la penitencia. En esa disposición ecuánime esperaré el momento y afrontaré el misterio de la muerte”.

Continúan los sucesos de la cruenta guerra.  El 18 de marzo de 1812 le nace otra hija, Josefa Gabriela y ocho días después ocurre el fatídico terremoto que azota a Caracas. Casi todas las viviendas se desploman y hay más de 10 mil muertos, de un sinnúmero de heridos la mayoría fallece después. De la suerte de nuestro compositor nos dicen las crónicas: “Caracas quedó así destruida casi en su totalidad. Entre los músicos pereció José Luis Landaeta –hermano de Juan José- con su esposa y un hijo pequeño. Lamas, seguramente en la catedral, se salvaría con Carreño y los demás músicos que allí tocaban, gracias a la sólida construcción de la Iglesia Metropolitana”.

No olvidemos que era jueves santo, y a esa hora del terremoto –cuatro y siete minutos de la tarde- se celebraba la acostumbrada misa cantada, con la participación de los músicos de la Catedral que dirigía su Maestro de Capilla Cayetano Carreño, quien tuvo una larga y fructífera vida, -41 años después de este terrible terremoto nació “Teresita”, quien se convertiría en la más grande pianista venezolana de todos los tiempos y una de las mejores del mundo, se trata de su nieta Teresa Carreño-.

El 15 de junio de 1813, en la ciudad de Trujillo, se proclama el Decreto de Guerra a Muerte. El 30 de septiembre el patriota Girardot, muere en la batalla de Bárbula, y Simón Bolívar declara “día de luto para los venezolanos”. El corazón del neogranadino es llevado a la Catedral de Caracas donde se le rinden honores fúnebres. Allí se encuentran, seguramente, José Ángel Lamas y el futuro Libertador y General indiscutible del ejercito patriota, a quien había conocido nuestro compositor 18 años atrás, en casa de los Carreño.

Llega el pavoroso y crucial año catorce, entra en escena el sanguinario José Tomás Boves, asturiano que residía en la ciudad de Calabozo. “Su sombra inunda de terror y duelo cuanto lugar pisa”. Bolívar inicia el 6 de julio la llamada “Migración a Oriente”, tratando de proteger a la población de Caracas de la inminente llegada de Boves con su poderoso ejército, al Libertador lo siguen más de 10 mil personas. El 16 de julio entra Boves a la capital, y “no se veía un alma en las calles”. Pronto se inician los martirios y persecuciones en masa contra la población que ha quedado aterrada. Entre los pocos músicos presentes se encuentran Cayetano Carreño y su bajonista y gran amigo, José Ángel Lamas, imperturbables en sus oficios musicales. Nadie los tocó.

Así continuó Lamas hasta donde le alcanzaban las fuerzas, sumergido en su feudo la música, que no era de este mundo, abstraído de la vorágine que arrasaba todo a su alrededor. En ese mismo mes de julio, mientras la ciudad se anegaba en sangre, culmina la que sería su última obra conocida: el Ave Maris Stella en re menor (homónima de la de 1808 en mi bemol). También en un mes de julio, 140 años después, otro gran compositor venezolano, tocado de la mano de Dios, estrenaría su obra magna, que en los compases finales, para ahuyentar los pavores del demonio, apela al coro de su Cantata Criolla para entonar en contrapuntos, su particular y polifónico Ave Maris Stella; se trata de Antonio Estévez. ¡Esta historia viene de lejos! le diría su maestro Vicente Emilio Sojo.

El 10 de diciembre de aquel doloroso 1814, falleció en Caracas, el más grande compositor de la época Colonial y principios de la República y uno de los más geniales de nuestros músicos, José Ángel Lamas, había nacido un 2 de agosto de 1775. Su llama se extinguió, como si se apagara ante tanto dolor.

Para aquel que parecía insensible y ajeno a todo cuanto sucedía, su espíritu de luz no soportó seguir viviendo entre tinieblas. Tenía 39 años. La misma edad de Chopín (1810-1849) al morir, un año más que Mendelssohn (1809-1847), dos años más que Juan Manuel Olivares (1760—1797), cuatro más que Mozart (1756-1791) y 8 años más que Schubert (1797-1828). Todos murieron antes de cumplir los 40 años, todos dejaron una fecunda y admirable obra musical.

En la iglesia de San Pablo, cercana a su humilde casa, se efectuó el entierro, que por haber sido él durante tantos años, músico de la Catedral, y por haber dado a la iglesia las flores más sublimes de su genio, se le hicieron honras cantadas. Pobre de solemnidad, debió recurrirse a la colaboración de sus amigos, en la partida de defunción reza: su entierro fue todo de limosna, aunque “cantado por mayor”. Se contaría con la participación de sus colegas y amigos. El entierro fue en la propia iglesia de San Pablo.

José Ángel Lamas soñó desde niño con la música; compuso música a lo Divino, vivió en un recóndito universo lleno de música, y tal vez por eso, fue el más grande de su generación y la mayor gloria de Venezuela, en el mundo musical de entonces. Creó música para los Ángeles, para la Vida, para Dios, y esperó sereno el llamado de la muerte, seguro de haber entregado la luz de su espíritu.

Ella vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio de consolación bajará del altar del encendido cielo. A mi cadáver sobrará por tardía la atención de los hombres; antes que ellos, habrán cumplido el mejor rito de mis sencillos funerales el beso virginal del aura despertada por la aurora y el revuelo de los pájaros amigos.

(José Antonio Ramos Sucre)

3 comentarios:

  1. Excelente artículo sobre este gran músico poco conocido y menos estudiado.

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  2. Con contadas excepciones como las de J.A. Calcaño y V.E.Sojo,ha sido injustamente olvidado este gran compositor venezolano.

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