Autor: Alexander Lugo Rodríguez
Desconocía de quién era
esa música persistente que arañaba mi memoria y se colaba en mis vigilias en
forma de pesadillas. Aparecía y se esfumaba sin cómo ni por qué. Junto con ella
venían plañideros lamentos, negras carrozas y un andar pesaroso, lóbrego, lleno
de hastío y rumores fantasmales, de gentes en tropel.
Pero en esas agrias
texturas había algo más, algo que se elevaba como un disparo por los aires
atolondrándonos, con ella volaba un espíritu de luz que gemía también en sus
acordes y en sus cadencias, se sentía un llanto nítido en esa música que te ahogaba,
¡había un dolor, un desgarramiento!
La
mayor parte de las obras maestras lo son de oscuridad,
diría un alucinado Ramos Sucre, y allí, en ese rumor de quejumbrosos acordes, en
el estirado aire Largo y doloroso del
Motete, rondaba la pluma trémula y
magistral de un ser iluminado, nacido hace casi dos siglos y medio, bautizado
en la caraqueña parroquia de Altagracia con el nombre de Joseph de los Ángeles
del Carmen.
A José Ángel, como lo
llamarán desde niño, lo suponemos taciturno, melancólico y retraído, en una
ciudad de castas y de colores, que privan por encima de cualquier otra cualidad;
blancos, mestizos, pardos, mulatos, negros, indios. Saberse de ese primer grupo
pero en el último escalafón: “blancos de orilla”, sin ningún bien de fortuna,
blancos pobres, blancos sin derechos, blancos descamisados, en la cúspide de la
castiza pirámide y en el fondo del grupo social, en el sedimento.
En su mundo interior
desfilaban imágenes y tumultos que no entendía, pero que no dejaba que
perturbaran su silencio monacal, dentro de él un sereno cataclismo de sonidos
lo embriagaba. Al alma del tímido niño la cruzaban insondable rutas de
centelladas esferas que sólo él transitaba, todo era música y solamente música.
No era apatía por el mundo exterior, ni indolencia por los demás, sino una pura
y embriagante fascinación por los tesoros insondables del sonido, un embeleso
por las ondas vibrantes que sacudía al genio indiscutible y máximo
representante del clasicismo musical venezolano. Como diría Ramos Sucre: Su imagen sedente escucha con los ojos bajos
y sonríe con dulzura.
José Ángel Lamas, tendría
14 años cuando es nombrado voz principal (tiple) en el Coro de la Catedral de
Caracas, su amigo Cayetano Carreño, un año mayor, ya se había ganado el puesto
de organista en dicha Catedral. Siete años después, Cayetano ascendía al
importante cargo de Maestro de Capilla y José Ángel es nombrado bajonista, y allí permanecerán los dos
amigos a lo largo de sus vidas.
El desempeño del joven
Lamas como Tiple –voz aguda- durante
tanto años y al arribar a una edad donde ya el hombre adulto destaca con su voz
en cualquiera de los tres registros correspondientes: Tenor, Barítono o Bajo,
demuestra su capacidad para el canto y sus extraordinarios dotes para impostar
este alto registro exclusivo de las voces infantiles o “claras”, aun
aprovechando la capacidad para hacerlo con el recurso del falsete. Otro gran
músico destinado a ser inmortal compositor, Franz Schubert, cantó con voz de
falsete hasta bien entrada la juventud, en su Viena natal.
En su oficio de cantor de
la Catedral, tenía derecho Lamas, además de las clases de canto, a cursar violín
y órgano. Instrumentos que dominó y en ocasiones ejecutaba públicamente. A los
21 años, y según consta en oficio, se le designó como “bajonista de la Capilla de Música de esta nuestra Cathedral”. El “bajón”, una especie de antecesor del
fagote, instrumento de “caña” de los “vientos maderas”, se tocaba sin
partituras y precisaba de un gran oído y destreza en la “variación musical”,
dotes que siempre desplegó nuestro compositor. Con él se acompañaba ad libitum, el “canto llano” de las Misas.
Comienza nuestro personaje
a componer desde muy temprano en su corta vida, y mucho, como los genios de
vida breve que intuyen su fugacidad terrenal, no se da sosiego y se dedica en
cuerpo y alma para lo que está predestinado.
Al cumplir los 26 años, finaliza la obra que lo identificará hasta el
sol de hoy y que se ha convertido en el modelo más acabado de todos los compositores
de su generación, El Popule Meus. Aquel viejo y recurrente Motete que multiplicaban las sirenas de las carrozas fúnebres en el
pueblo de mi infancia, y que tanto me desvelaban. En aquellas vigilias de mis
largas noches, una música me inquietaba a la vez que me fascinaba.
En su recóndito universo
preñado de músicas, amó Lamas la paz, y anheló la soledad en búsqueda de
certezas, de una verdad, de una quimera lejana y triste que lo hechizaba.
Sintiendo -como Ramos Sucre-, que: “La
devoción y el estudio me ayudarán a cultivar la austeridad como un asceta, de
modo que ni interés humano ni anhelo terrenal estorbarán las alas de mi
meditación, que en la cima solemne del éxtasis descansarán del sostenido vuelo;
y desde allí divisará mi espíritu el ambiguo deslumbramiento de la verdad
inalcanzable”.
El
Popule Meus devela un sendero de lo “por venir” en el
mundo de la música. Escrito para cuarteto de cuerdas, oboes, cornos y coro a
tres voces, es la obra cúspide de un periodo musical de formas preestablecidas
en “perfecto equilibrio” y armonías consonantes. “Si escuchamos los acentos del
El Popule Meus, que suponen una
devoción profunda, un ardor místico como el que encendía los corazones de los
ascetas y de los pintores angélicos”, nos dirá un musicólogo, del motete de
Lamas. A partir de esta obra se incrementa su producción. Varias de ellas se
conservan y llegan hasta nosotros, como salvadas de la inclemencia y el
descuido, que incluso hizo estragos con sus restos mortales. En los manuscritos
originales, se lee en letra cursiva: El
Popule Meus –a tres vozes, dos violines, dos oboeses, dos trompas, viola y
baxo.- compuesto por Don José Ángel Lamas. Caracas A. 1801.
Ese año de 1801 será
terrible para la ciudad de Caracas y para toda Venezuela, las revueltas e
intentonas de autonomía del poder español, en ese mismo año se incrementan y
van a desembocar en la guerra de independencia; y una gran sequía azota los
campos y el hambre cundirá. Al año siguiente compone la obra En Premio a tus Virtudes. En la carátula
de la partitura se puede leer: Compuesto
por Don José Ángel Lamas, aficionado, en Caracas, año de 1802. Este
“aficionado” a la composición musical ya había escrito la obra maestra de la
colonia. Se casa el 01 de julio del mismo año con Doña Josefa María Sumosa y
sigue componiendo con entrega y tocando el bajón
en la Catedral.
En muchas de sus obras no consta
la fecha en que fueron compuestas; afortunadamente nos quedaron más de 40
extraordinarias composiciones como testimonios de la época y sobre todo de un
talento poco común, en un período clásico de características insólitas y que ha
sido catalogado por muchos estudiosos y cronistas como “Milagro Musical
Venezolano”.
Su Sepulto Domino fue compuesto en 1805. De 1808 es su Salve a tres voces, más adelante compuso
su Ave Maris Stella en mi bemol,
distinta de la obra del mismo nombre que compondrá más adelante. Nació por
entonces su primer hijo, José Leonardo del Carmen, quien murió de corta edad,
se desconocen los detalles.
Van pasando aceleradamente
los violentos años y a nuestro compositor lo intuimos firme en su sagrada
misión de trascender por la música, llega el decisivo 19 de abril de 1810,
todos sus compañeros músicos, los más viejos, los más jóvenes, los célebres
como los Carreño, los Landaeta, los Gallardo, los Meserón, y también los más
bisoños, los debutantes, todos participan de una u otra manera en los determinantes
eventos. Lamas ya había concluido su Misa
en re; y nace su hija, María Josefa del Carmen, un 13 de mayo de 1810.
Podemos presumirlo
entregado con pasión a su mundo interior, a sus impulsos creadores que lo
reclaman: “En medio del hervor político, del entusiasmo de sus compañeros, el
compositor se siente como aislado en su labor de artista. Nada exterior hace
eco en sus oídos de músico. Oye hacia dentro, se escucha silenciosamente. Aquella
música que brota de su ser canta al Dios que muere por él y por los demás
hombres clavado en una cruz”, nos ilustra un inspirado musicólogo estudioso de
su vida.
Hay un misterio en su
consagración a la creación musical compulsiva, ni el acontecimiento personal de
ser padre, ni los reclamos históricos de la patria, lo conmueven de su entrega
total. Lo intuyo así: encendido y presintiendo que su vida se acorta. Como un
San Pablo se irá consumiendo poco a poco, en su intenso dar luz se irá
apagando. Viene a mi mente un Mozart, moribundo, dando plazos a la enamorada
muerte que lo reclama y que él elude y a la vez saluda y reverencia en su
inmortal Réquiem.
Otra vez Ramos Sucre puede
explicarlo: “Yo opondré al vario curso
del tiempo la serenidad de la esfinge ante el mar de las arenas africanas. No
sacudirán mi equilibrio los días esplendidos de sol, que comunican su ventura
de donceles rubios y festivos, ni los opacos días de lluvia que ostentan la
ceniza de la penitencia. En esa disposición ecuánime esperaré el momento y
afrontaré el misterio de la muerte”.
Continúan los sucesos de
la cruenta guerra. El 18 de marzo de
1812 le nace otra hija, Josefa Gabriela y ocho días después ocurre el fatídico
terremoto que azota a Caracas. Casi todas las viviendas se desploman y hay más
de 10 mil muertos, de un sinnúmero de heridos la mayoría fallece después. De la
suerte de nuestro compositor nos dicen las crónicas: “Caracas quedó así
destruida casi en su totalidad. Entre los músicos pereció José Luis Landaeta
–hermano de Juan José- con su esposa y un hijo pequeño. Lamas, seguramente en
la catedral, se salvaría con Carreño y los demás músicos que allí tocaban,
gracias a la sólida construcción de la Iglesia Metropolitana”.
No olvidemos que era
jueves santo, y a esa hora del terremoto –cuatro y siete minutos de la tarde-
se celebraba la acostumbrada misa cantada, con la participación de los músicos
de la Catedral que dirigía su Maestro de
Capilla Cayetano Carreño, quien tuvo una larga y fructífera vida, -41 años
después de este terrible terremoto nació “Teresita”, quien se convertiría en la
más grande pianista venezolana de todos los tiempos y una de las mejores del
mundo, se trata de su nieta Teresa Carreño-.
El 15 de junio de 1813, en
la ciudad de Trujillo, se proclama el Decreto
de Guerra a Muerte. El 30 de septiembre el patriota Girardot, muere en la
batalla de Bárbula, y Simón Bolívar declara “día de luto para los venezolanos”.
El corazón del neogranadino es llevado a la Catedral de Caracas donde se le
rinden honores fúnebres. Allí se encuentran, seguramente, José Ángel Lamas y el
futuro Libertador y General indiscutible del ejercito patriota, a quien había
conocido nuestro compositor 18 años atrás, en casa de los Carreño.
Llega el pavoroso y crucial
año catorce, entra en escena el sanguinario José Tomás Boves, asturiano que
residía en la ciudad de Calabozo. “Su sombra inunda de terror y duelo cuanto
lugar pisa”. Bolívar inicia el 6 de julio la llamada “Migración a Oriente”,
tratando de proteger a la población de Caracas de la inminente llegada de Boves
con su poderoso ejército, al Libertador lo siguen más de 10 mil personas. El 16
de julio entra Boves a la capital, y “no se veía un alma en las calles”. Pronto
se inician los martirios y persecuciones en masa contra la población que ha
quedado aterrada. Entre los pocos músicos presentes se encuentran Cayetano
Carreño y su bajonista y gran amigo,
José Ángel Lamas, imperturbables en sus oficios musicales. Nadie los tocó.
Así continuó Lamas hasta
donde le alcanzaban las fuerzas, sumergido en su feudo la música, que no era de
este mundo, abstraído de la vorágine que arrasaba todo a su alrededor. En ese
mismo mes de julio, mientras la ciudad se anegaba en sangre, culmina la que
sería su última obra conocida: el Ave
Maris Stella en re menor (homónima de la de 1808 en mi bemol). También en
un mes de julio, 140 años después, otro gran compositor venezolano, tocado de
la mano de Dios, estrenaría su obra magna, que en los compases finales, para
ahuyentar los pavores del demonio, apela al coro de su Cantata Criolla para entonar en contrapuntos, su particular y
polifónico Ave Maris Stella; se trata
de Antonio Estévez. ¡Esta historia
viene de lejos! le diría su maestro Vicente Emilio Sojo.
El 10 de diciembre de
aquel doloroso 1814, falleció en Caracas, el más grande compositor de la época
Colonial y principios de la República y uno de los más geniales de nuestros
músicos, José Ángel Lamas, había nacido un 2 de agosto de 1775. Su llama se
extinguió, como si se apagara ante tanto dolor.
Para aquel que parecía
insensible y ajeno a todo cuanto sucedía, su espíritu de luz no soportó seguir
viviendo entre tinieblas. Tenía 39 años. La misma edad de Chopín (1810-1849) al
morir, un año más que Mendelssohn (1809-1847), dos años más que Juan Manuel
Olivares (1760—1797), cuatro más que Mozart (1756-1791) y 8 años más que
Schubert (1797-1828). Todos murieron antes de cumplir los 40 años, todos
dejaron una fecunda y admirable obra musical.
En la iglesia de San
Pablo, cercana a su humilde casa, se efectuó el entierro, que por haber sido él
durante tantos años, músico de la Catedral, y por haber dado a la iglesia las
flores más sublimes de su genio, se le hicieron honras cantadas. Pobre de solemnidad, debió recurrirse a la
colaboración de sus amigos, en la partida de defunción reza: su entierro fue todo de limosna, aunque “cantado por
mayor”. Se contaría con la participación de sus colegas y amigos. El entierro
fue en la propia iglesia de San Pablo.
José Ángel Lamas soñó desde
niño con la música; compuso música a lo Divino, vivió en un recóndito universo
lleno de música, y tal vez por eso, fue el más grande de su generación y la
mayor gloria de Venezuela, en el mundo musical de entonces. Creó música para
los Ángeles, para la Vida, para Dios, y esperó sereno el llamado de la muerte,
seguro de haber entregado la luz de su espíritu.
Ella
vendrá, en lo más callado de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente.
Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará por el aire un beato
rumor, como de alados serafines, y un transparente efluvio de consolación
bajará del altar del encendido cielo. A mi cadáver sobrará por tardía la
atención de los hombres; antes que ellos, habrán cumplido el mejor rito de mis
sencillos funerales el beso virginal del aura despertada por la aurora y el
revuelo de los pájaros amigos.
(José Antonio Ramos Sucre)
Excelente artículo sobre este gran músico poco conocido y menos estudiado.
ResponderEliminarMuy interesante este artículo.
ResponderEliminarCon contadas excepciones como las de J.A. Calcaño y V.E.Sojo,ha sido injustamente olvidado este gran compositor venezolano.
ResponderEliminar